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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2011-05-26 | [This text should be read in espanol] | La pregunta: ¿para qué sirve la literatura?, debiera ser una necedad indigna de ocupar el tiempo de los lectores y los espacios generosos que JdO recibe cada semana en tantos medios. A menos que… ¡No! ¡Alto! La literatura sí tiene una función. No sirve en el sentido utilitario de los productos que la publicidad nos propone a toda hora. Sirve en cuanto faro que nos señala un camino, nos permite conocernos, nos abre la puerta a mundos fantásticos y ahuyenta la sobrecogedora sensación de que sólo estamos en esta tierra para comer, crecer, reproducirnos y morir. ¿Romántica y absurda idea? En los correos de mis lectores hay quién dice que un libro lo obligó a mirarse a las entrañas; quién que una catarata de imágenes y recuerdos llevó lágrimas a sus ojos; quién que fue arrebatado por una sorpresa luminosa; quién que en el hilado de imágenes de una poesía encontró la respuesta a sentimientos que le laceraban el alma. Para todos ellos la literatura tuvo un sentido. Una utilidad. En La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa toma como pretexto el análisis de la compleja trama de Los miserables para plantearse la pregunta que todo escritor se hace alguna vez y que para todo autoritario, grande, pequeño, eficaz o fracasado, es una pesadilla: ¿es subversiva la literatura? Y aquí encuentro otra función de las letras (de la literatura y de los libros, contenido y continente): salvaguardar la esencia humana. “¿Por qué destruyen libros los hombres?”, se pregunta con candor Fernando Báez en su ensayo. Y se responde: “Tal vez... los motivos profundos estén en una declaración de Fred Hoyle, astrónomo y novelista. En De hombres y galaxias, escribió que cinco líneas bastarían para arruinar todos los fundamentos de nuestra civilización. Esta posibilidad terrible, impertinente, codiciosa, nos aturde y no habría razones para no pensar que, tras la excusa autoritaria, se esconda la búsqueda obsesiva del libro que contenga esas cinco líneas.” (¿Recuerdan mis lectores la trama de El nombre de la rosa?) La memoria colectiva decidió dejar rastro escrito por primera vez hace 5 mil 300 años. Y de inmediato, casi como un reflejo, comenzó el hombre a destruir esas tablillas primigenias. Y sí, desde la intolerancia que acabó con la gran biblioteca de Asurbanipal hasta las bombas que destruyeron las bibliotecas y museos de Bagdad en la guerra del Golfo, pasando por las prohibiciones y quemas de libros de todas las grandes religiones y de todos los sistemas políticos, el autoritarismo nos está diciendo que la palabra y los libros son peligrosos porque sirven para hacernos libres. Como yo francamente no encuentro diferencia entre quienes enviaron a la hoguera los manuscritos inéditos de Bábel y los que pretendieron prohibir la circulación de Ulises o la de Cariátide, deduzco entonces que la literatura sí tiene una utilidad. (Me es inevitable recordar al llorado Voltaire cuando al enterarse de que los ejemplares de Cartas filosóficas se estaban quemando en las plazas públicas de París, exclamó con aquella su tremenda ironía: “¡Vaya, cómo hemos progresado! Antes se incineraba a los escritores… ahora el fuego es sólo para los libros. ¡Eso es civilización!”) A mí me parece pleonástico hablar de la relación que tenemos con los libros. Es como hablar de la relación que tenemos con lo humano. Hay escritores que fulguran desde la primera letra del primer párrafo de la primera página de sus textos. Vasconcelos sostenía que esos libros deben leerse de pie. Yo digo que no pueden ser abiertos impunemente... ¡como tampoco hacer el amor! Un momento cualquiera vamos por la vida atendiendo nuestros propios asuntos y en el siguiente, ¡zas!, un tono de voz, un aroma, un roce de piel… o el primer párrafo de un libro, tienen en nosotros el efecto de un rayo y ya no volvemos a ser iguales. La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y espléndidas disquisiciones. Tomemos por ejemplo a Henry Miller. De entre su obra, Los libros en mi vida me hipnotiza. Es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de mayor influencia en este autor. El escritor no defiende en él sus preferencias literarias, sólo las presenta. Es como una larga reseña de sus lecturas, a las que no califica sino explica cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué. Dice Miller que el libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Que los libros deben mantenerse en constante circulación, como el dinero. Que el libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. Que enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza. Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir. Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las otras cosas creadas o a crearse por el hombre. Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros. De mi querido amigo son estas palabras: “Poder leer es ya no volver a estar solo. Desde temprana edad, los libros me han sido compañeros inseparables: en ellos contraje ese bello «vicio impune», el único que no suscita remordimientos: el de la lectura”. Podría escribir un libro con citas así. Como de Samuel Johnson, quien, según sus contemporáneos, no leía libros sino bibliotecas. O sobre la defensa de los tomos subrayados de Sáinz, para quien un texto se convierte en la lectura única e intransferible de un ser singular cuando éste le mete pluma y resaltador a las páginas. O quizá sobre el aspecto subversivo y liberador de la literatura, magistralmente abordado en La tentación de lo imposible de Vargas llosa. Un mar de tinta y una montaña de papel no bastarían para consignar todo lo que puede escribirse acerca de lo que Robert Darnton llamó El coloquio de los lectores y yo, las afinidades secretas. Pienso que esta relación de lo humano y lo escrito fue magistralmente expuesta por Federico García Lorca en septiembre de 1931 durante la inauguración de la biblioteca del pueblo Fuente Vaqueros, en Granada. Medio pan y un libro, tituló la alocución que con alegría comparto: “Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. «Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre», piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión. “Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada. “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. “Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros? “¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor, amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida. “Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: «Cultura». “Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz”. Termino con otra cita, ésta de Xavier Villaurrutia, en la famosa carta que le dirigiera a un joven escritor allá por 1936: “¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que apren¬dí en André Gide acerca de la salvación de la vida? ‘Aquel que quiera salvarla, la perderá –dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva’. Releyendo una pági¬na de Chesterton, encuentro algo que es, en esen¬cia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: ‘En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido’. ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la du¬da, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influen¬cias que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.” Amén. Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla. 25/4/11 Si desea recibir la columna en su correo, envíe un mensaje a: [email protected] |
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