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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2011-08-19 | [This text should be read in espanol] | Este mes hace 66 años tuvo lugar el infame episodio en el que varios generales y políticos decidieron probar la eficacia de un juguete de guerra y lanzaron bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. El pretexto fue acelerar la “rendición” de un Japón ya devastado, pero en realidad se trataba de, primero, comprobar empíricamente la eficacia del arma, y segundo, informar a los soviéticos, hasta unos meses antes “aliados” en la lucha contra el fascismo, quiénes eran los verdaderos amos del mundo a partir de ese momento. Alguna vez soñé que don Harry Truman, sus generales y sus políticos, ahítos de testosterona, cantaban a coro las estrofas del Himno de Batalla de la República en el despacho oval: “He hath loosed the fateful lightning of His terrible swift sword: His truth is marching on!” A Harry lo perdimos hace casi cuatro décadas. Se rumoreaba que por su insignificancia política y personal, Roosevelt eligió a ese ex vendedor de accesorios para caballero como compañero de fórmula en su cuarta reelección, pues el Augusto Minusválido (Gore Vidal dixit) pensaba vivir por siempre y en sus planes estaba organizar tres o cuatro guerras más para otras tantas reelecciones (¡y critican a don Porfirio!). Sólo que cuando Caronte se le presentó sin aviso previo en Warm Springs, no había informado a su Vicepresidente del asuntito de la bomba. Pero worry not, Harry había aprendido por su cuenta y apenas lo ungieron jefe se puso a organizar el Estado militarista que, a juicio de Vidal, “reemplazó a la República organizada por los Padres Fundadores”. La agencia nacional de seguridad, la CIA y otras caritativas organizaciones son producto de aquella Presidencia. El piloto del avión que llevó la bomba a Hiroshima, Paul Tibbets, murió en el 2007, en cama, a los 92 años. Su obituario recordó que en alguna ocasión dijo: “Si Dante hubiera estado con nosotros en el avión, se habría aterrorizado. Hiroshima podía verse tan claramente con la luz del sol pocos minutos antes y ahora era una fea mancha. Había desaparecido por completo bajo esa horrible manta de humo y fuego”. Enternecedor. El coronel sólo cumplía órdenes. Por eso le puso a la nave el nombre de su mama: “Enola Gay”. Aquella plutocracia de los veinte y treinta (alemanes, británicos, franceses, soviéticos, norteamericanos, et al) nos dejó un mundo irremediablemente militarizado; un siniestro síndrome de la bicicleta armada que se ha traducido en iraques, bosnias, chechenias y un permanente estado de guerra de “baja intensidad”. ¿Qué puede hacer el hombre común y corriente? Parece que sólo conservar la memoria. Hace tiempo escribí: No es un título de película de caricaturas de la Warner Brothers sino los membretes de dos artefactos que han quedado inscritos en la historia universal de la infamia: el avión “Superfortaleza B29” que el 6 de agosto de 1945 sobrevoló la ciudad japonesa de Hiroshima, y el artefacto que soltó para freír a cientos de miles de seres humanos y comprobar empíricamente la capacidad destructiva de una nueva tecnología militar: la bomba atómica. Tres días después, el 9 de agosto, otro aparato, bautizado Bockscar, dejó caer sobre Nagasaki una segunda bomba, Fat Man. Con ello quedaron muy satisfechos los profesores y políticos que diseñaron, construyeron y dieron la orden de utilizar ese terrible artefacto contra un país que ya se había rendido. Fue la locura de la sangre. Las patadas al cadáver del enemigo. La aniquilación de quienes nos enfrentaron y la construcción de un mensaje patibulario: esto es lo que les espera a nuestros enemigos. Han transcurrido 66 años de aquel día. Enola Gay se exhibe reconstruido en un museo de la capital norteamericana –sin que en ninguna parte se pueda leer un “¡Nunca más!” Little Boy (“Muchachito”) y Fat Man (“Gordinflón”), las armas asesinas bautizadas con siniestro gracejo por algún anónimo “defensor de la democracia”, hoy son obsoletas chinampinas comparadas con las capacidades destructivas del moderno arsenal nuclear con el que algún día la clase política mundial y sus corifeos harán pedazos este montón de tierra que gira en torno a una estrella a la que llamamos Sol. Ya lo dijo el escritor: la mayor hazaña del Diablo fue hacernos creer que no existe. Casi siete décadas después recordamos a las víctimas inocentes de aquellas jornadas. Los diarios de la época publicaron espeluznantes reportajes. The Lima News en su edición del 8 de agosto citó una transmisión de Radio Tokio en la que se describía el impacto de la bomba, “tan terrible que prácticamente todos los seres vivientes murieron rostizados por la ola de calor y la presión del estallido. Los cadáveres carbonizados quedaron irreconocibles”. Niños pequeños, adolescentes, mujeres y hombres, casi todos víctimas de la penuria de un país derrotado y hambriento, y, quizá algunos militares, políticos y “estadistas”, fueron el blanco. ¿Quién es o quiénes fueron los responsables del ataque genocida? En su momento todas las partes tuvieron sus explicaciones y aún hoy los historiadores debaten el tema. La necesidad de dar un golpe final al enemigo; una estrategia para frenar el creciente poderío militar chino y un aviso a los soviéticos; adquirir una postura de mayor fuerza en el mundo de la postguerra... todas necesidades (y necedades) políticas, pues. La muerte de inocentes no fue más que un daño colateral subordinado a un bien superior. La apertura de esa Caja de Pandora un riesgo calculado. Varios de los padres de la tecnología que hizo posible la fisión nuclear, encabezados por Einstein, se opusieron a su utilización como arma de guerra. Fueron acusados de comunistas y anti norteamericanos. Los políticos apretaron el gatillo. El presidente Truman (quien en su juventud fue miembro del Ku Klux Klan) autorizó el lanzamiento de la bomba. Ignoro los nombres de los demás generales, almirantes y altos funcionarios que tuvieron corresponsabilidad, pero sí conozco los de la tripulación del primer bombardero: Coronel Paul Tibbets, piloto; capitán Robert Lewis, copiloto; mayor Thomas Ferebee, artillero; capitán Theodore Van Kirk, navegante; teniente Jacob Beser, contramedidas electrónicas; capitán William Parsons, encargado de lanzar la bomba; segundo teniente Morris R. Jeppson, ayudante del encargado de lanzar la bomba; sargento Joe Stiborik, radar; sargento George Caron, ametralladora de cola; sargento Robert Shumard, ayudante del ingeniero de vuelo; soldado Richard Nelson, radio; sargento Wayne Duzenberry, ingeniero de vuelo y el doctor Luis Walter Álvarez como observador científico. ¿Habrán logrado conciliar el sueño el resto de sus vidas? Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla. 17/8/11 |
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