Encuentra tu acantilado profeta irrisorio
para que al romper tus huesos
estalle la ciega fé
que anuncie el regreso de la líbido.

Aliento que el viento mancha,
camina entre la seráfica espuma
y abre la hambrienta carne
donde el silencioso néctar mancha tus lodazales,
calma en el risco, amplio resorte que despedaza el alma
brotes de ortigas castigan la carne,
esperando por la desplumada ave.

Ojos moribundos, lánguido placer,
años viejos, caminos renovados;
el río llega seco y convive con la oquedad;
grácil, maloliente, perfumado
desangra la caverna sin corazón.

Retoza húmeda la abyecta espiga que en
fulgurante rutina agita a los elementos;
el racimo se desprendió, cayendo estridente
en sinfonía disonante;
alcohol derramado, ciego camino que castiga al profano,
grito delirante, sin níveas copas para calmar
la fosca placidez del tormentoso pantano.

Crepitar de hondas nubes arrojadas al fango;
caen muertos pétalos,
apestan los bosques
tras el andar quieto que arrastra la cola,
cercena al más próximo;
el adulador huidizo mueve la cadavérica falange
y el mar no convence a los hombres.

La tierra se consume en alegorías puritanas,
la sombría unión que no sacia la herida
infecta el marfil sedoso de paradisíaca savia;
habla el ciego, en sordo silencio de mudo cantar,
que anochece el día en que ha de hablar.