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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2005-07-10 | [This text should be read in espanol] | Submited by Valeria Pintea
Estaba muy preocupado; debÃa emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenÃa un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletÃn en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mÃo se habÃa muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corrÃa por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabÃa, y a pesar de eso continuaba allà inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubrÃa con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habrÃa prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraÃdo y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacÃa años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. de la pocilga salió una vaharanda como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules. --¿Los engancho al coche? --preguntó, acercándose a cuatro patas. No supe qué decirle, y me agaché para ver qué habÃa dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado. --Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa --dijo ésta. Y ambos nos echamos a reÃr. --¡Hola, hermano, hola, hermana! --gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magnÃficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor. --Ayúdalo --dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mÃ; sobre sus mejillas se veÃan, rojas, las marcas de dos hileras de dientes. --¡Salvaje! --dije al caballerizo--. ¿Quieres que te azote? Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venÃa y que me ofrecÃa ayuda cuando todos me habÃan fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mÃ. --Suba --me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado. Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente. --Yo conduciré, pues tu no conoces el camino --dije. --Naturalmente --replica--, yo no voy con usted: me quedo con Rosa. --¡No! --grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta, al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestÃbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla. --Tu vendrás conmigo --digo al mozo--; si no es asÃ, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje. --¡Arre! --grita él; y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oÃdos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se dirÃa que frente a mi puerta que encontrara la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allÃ; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frÃo, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oÃdo: --Doctor, déjeme morir. Miro en torno; nadie lo ha oÃdo; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletÃn de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome sus manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujÃa y las deposito nuevamente. --Si --pienso indignado--; en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envÃan un caballerizo... En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia. --Regresaré en seguida --me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho cÃrculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabÃa: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solÃcita madre le sirve, pero está sano; lo mejor serÃa sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo el joven es posible que tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquÃ, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habrÃa tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerÃan. Es fácil escribir recetas, pero en cambio, es un trabajo difÃcil entenderse con la gente. Ahora bien, acudà junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna, todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrÃan devolverme a Rosa. Pero he aquà que mientras cierro el maletÃn de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo --¿qué espera, pues, la gente?-- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que me sonrÃe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Asà es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa asà sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con su cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna. --¿Me salvarás? --murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida. Asà es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedà que me llamaran; si pretenden servirse de mà para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada? Y he aquà que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras: "DesvÃstanlo, para que cure, y si no cura, mátenlo. Sólo es un médico, sólo es un médico..." MÃrenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mà mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas. --¿Sabes --me dice una voz al oÃdo-- que no tengo mucha confianza en ti? No importa como hayas llegado hasta aquÃ; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustarÃa arrancarte los ojos. --En verdad --dije yo--, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil. --¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que si. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo. --Joven amigo --digo--, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca. --¿Es de veras asÃ, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme? --Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo. Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguÃan en el mismo lugar. Recogà rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletÃn; no podÃa perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrÃan tanto como en el viaje de ida, saltarÃa de esta cama a la mÃa. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lÃo en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corrÃa al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve. --¡De prisa! --grité--. Pero Ãbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, el nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mÃ, se dejó oÃr durante un buen rato detrás de nosotros: "Alégrense, enfermos, tienen al médico en su propia cama." A ese paso nunca llegarÃa a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su vÃctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frÃo y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mÃ! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca. |
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