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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2008-05-08 | [This text should be read in espanol] |
Hoy les presento a un escritor tunero que con el siguiente cuento obtuvo uno de los premios otorgados por la revista literaria Guiacán. Aparece además, publicado en la revista Quehacer de Las Tunas, provincia oriental de Cuba.
MarĂa Eugenia Caseiro EL ASUNTO DE LOS EXTRATERRESTRES. AndrĂ©s Casanova EL CHEN Y MANO SUAVE ME ESTUVIERON CONTANDO CUANDO NOS ENCONTRAMOS EN EL BASURERO Y A NINGUNO DE LOS DOS LE CREĂŤ. Era tan poco probable que a Cuba la visitaran extraterrestres, como el propio hecho de su existencia. DespuĂ©s, con el paso de los dĂas, casi lleguĂ© a creerlo. Yo estaba acodado contra el mostrador de la cervecera, un lugar que olĂa a todos los orines del mundo, cuando sentĂ que me tocaban el hombro. –Hey, usted, necesito hablarle. Era un tipo con cara de perro, a al menos a mĂ me parecĂa, y yo creĂ primero que fuese uno de los celadores del lugar, que acostumbraban a enredar en periĂłdicos un pedazo de cabilla para amenazar a los perturbadores del orden. Era la dĂ©cada de los ’70, como se dice ahora del siglo pasado y beberse una mezcla maloliente de cebada con agua de albañal costaba más de dos horas de cola. AsĂ es que yo, siempre pacĂfico, me dije PepĂłn, el asunto no es contigo, y tratĂ© de continuar disfrutando el contenido de mi jarro metálico sin asa, es decir, una lata de carne rusa que era lo que se usaba en La bodeguita de enfrente para servirle a uno la cerveza. Al notar mi despreocupaciĂłn, el tipo volviĂł a tocarme el hombro. –Oiga, le dije que querĂa hablarle. Me virĂ© por completo y delante tuve ya de veras un verdadero perro vestido más o menos como yo, con una sucia camisa de caqui y un pantalĂłn remendado al nivel de las rodillas. Los zapatos, unos tenis viejĂsimos, eran casi un calco de los mĂos. QuĂ© mierda tĂş te traes conmigo, estuve a punto de gritarle pero no me gustan las peleas, mucho menos en estos lugares donde la policĂa sabe que quienes nos reunimos somos tipos fáciles de convencer con unos cuantos cachiporrazos y si oĂmos las sirenas de las perseguidoras preferimos salir huyendo, porque nada que tenga que ver con la ley es de nuestro agrado. ÂżEl tipo será de la fiana?, volvĂ a preguntarme, porque yo soy de los que siempre se están preguntando lo que sucede. Y apenas veo a un tipo extraño encimárseme pienso que es chivato, o que anda disfrazado de nosotros porque nos vigila a nosotros. –¿Cuál es tu tema? –Conversar largo contigo. –¿Y por quĂ© tendrĂa yo que darte ese tema? –Porque si no, puedo abrirte la barriga con mi bĂper. –¿Con tu quĂ©? –Con mi pistola de rayos ultravioletas, comemierda. La presiĂłn de la olla estaba subiendo. Y cuando la presiĂłn de la olla sube, habitualmente PepĂłn, que soy yo, se convierte en Pepe Cuchilla o en Joe el Malo o en JosĂ© la trampa, que son todos los nombres con que se me conoce no sĂłlo en el barrio de los Melones, que es donde vivo, sino tambiĂ©n hacia el sur, en el reparto La Muela, y hacia el norte, en el barrio de los Chivos, y hacia el este, en el Reparto de los MĂ©dicos. Hacia el oeste nadie me conoce, porque hacia el oeste de mi barrio queda el mar, un mar bajito que no sirve ni para pescar mojarras. Yo preferĂa entenderme con el tipo, a quien le puse en mi cerebro El chino feo. Vaya, no se lo dije de primera instancia, porque me daba gracia aquello de pistola de rayos ultravioletas pero como el individuo tenĂa cara de te meto un hierrazo por la cabeza preferĂ no jaranear. Nada de jaranas con El chino feo, porque si llegaba a incomodarse quizás de su hocico de perro iban a salir unos dientes afilados, y si se quitaba su boina de miliciano, la boina que usaron los primeros milicianos, debajo aparecerĂan unas guatacas de perro. Entonces, mejor era la diplomacia, que con todo y ser Joe el Malo yo estaba alfabetizado, habĂa llegado hasta la secundaria obrera y aunque no me daba la gana de seguir estudiando a pesar de que mi jefe decĂa que quienes no alcanzaran el preuniversitario segurito los sacarĂan del trabajo, a mĂ me parecĂa que para abrir huecos con un pico y sacar la tierra con una pala no era necesario más que saber firmar la nĂłmina cada quincena. DecidĂ hablar como JosĂ© el diplomático. –Mira, asere, no jodas y date un buche de la caliente para bebernos otra bien frĂa. –Yo no bebo esa inmundicia. –Yo sĂ© muy bien lo que significa inmundicia. Y si no estuviera en el papel de diplomático seguro te contestaba algo bien feo. –ContĂ©stalo. El chino feo se me quedĂł mirando a los ojos y yo descubrĂ que de veras los suyos eran redondos, que no tenĂa cejas y lo que yo creĂa un hocico era un hocico. Prieto en la punta, baboso, casi lleno de mocos. Era un perro grande lo que me estaba hablando, un enorme perro parado en dos patas y vestido con mi ropa. No soy cobarde, que para eso mis cuchilladas son el mejor antĂdoto. Pero aquel tipo metĂa miedo. Ya no era para mĂ El chino feo sino Cara de perro. –¿QuĂ© tĂş quieres conmigo? TratĂ© de ser Joe el guapetĂłn aunque en realidad me saliĂł la voz finita finita, como si yo fuera una de esas mujeres que hablan por un telĂ©fono pĂşblico con sus amantes y miran a todos lados por si el marido se acerca cambiar enseguida la voz y decir por ejemplo pues como te iba contando Rosita mi amiga están vendiendo hoy cubos a cinco pesos y chancletas por el cupĂłn siete que son un primor. Cara de perro al parecer se daba cuenta de mi calambrina. –Si no quieres que te desintegre, camina detrás de mĂ. Estuve caminando detrás del chino feo un montĂłn de cuadras, interminables calles que se me parecĂan a otras de manera que entre RamĂłn Soriano y Pedro Esquivel se me confundĂa la llegada al reparto La Mula, como si jamás hubiera desandado las calles de mi pueblo a pie descalzo, desde mi mismo nacimiento, porque jamás me habĂa movido de este lugar. SabĂa que hacia el occidente quedaba La Habana porque hacia allá cogĂan las guaguas Leyland que hacĂan el recorrido tres veces al dĂa viniendo desde Santiago de Cuba, y habaneros los que conocĂa eran los que llamábamos de estropajo: pueblerinos que iban a estudiar, o a cumplir su servicio militar obligatorio, y regresaban hablando con el deje cantarino y las palabras recortadas de manera que mar sonaba mal y ya no decĂan más cutaras sino chancletas. Pura mierda la de este chino más que feo, superextraño, que me ponĂa a caminar por las calles embarradas de fango y de pronto descubrĂ que me encontraba en mi casa del barrio de los Melones. Mi casa era en realidad uno de los tantos eufemismos no sĂłlo de los Melones, sino tambiĂ©n del reparto La Muela y el barrio de los Chivos. Pedazos de latas claveteados contra horcones conseguidos en la reparadora del ferrocarril. Pencas de guano de las que botaban en el basurero municipal. AlgĂşn que otro saco conseguido en la bodega más cercana por dos pesetas. Ladrillos de otros usos que yo buscaba en la carretilla del vecino o la camioneta de alquiler de Pancho Tarafa. Mi casa por dentro estaba irreconocible. –¿QuĂ© hace toda esta gente aquĂ? Llenaban los rincones, estaban encaramados en los pocos muebles que para mĂ eran un asiento de cuero herencia de mis difuntos padres y una silla reparada con clavos del basurero. AdivinĂ© que tambiĂ©n ocupaban mi Ăşnico cuarto donde yo dormĂa en mi catre de saco y en el colgadizo que me servĂa de cocina. Resollaban, con un resuello como de ladridos amenazantes. El chino feo hizo un ademán hacia uno que se encontraba tendido en el viejo sofá de mimbre, Ăşnica pieza de lujo de mi sala. –¿Y quiĂ©n es Ă©ste? –Boos ung dramung. –¿CĂłmo dijiste? –El jefe, como dicen ustedes. Chino feo me miraba, más que fiero, altanero. Al que habĂa llamado Boos o algo parecido le temblaban las quijadas y entonces yo empecĂ© a acordarme lo que me habĂan contado no sĂłlo El Chen y Mano Suave, sino tambiĂ©n La Polilla y al que llamábamos Bola de Churre, aunque tambiĂ©n lo contaron algunos del barrio La Candela y otros que venĂan a la cervecera desde Buey Adentro: los perros estaban invadiendo nuestro pueblo. PodĂa vĂ©rseles por las esquinas en un grupo compacto, aunque Bola de Churre discutĂa por su manĂa de discutir: no caminaban en grupo, sino en correcta formaciĂłn como si se tratara de militares. Incluso, algunos emitĂan sonidos que tal parecĂan voces. –¿QuĂ© ustedes quieren conmigo? No dije eso, estoy seguro. Fue dentro de mi imaginaciĂłn, porque imagino todo, que hablĂ© de esta manera como si yo fuera guapo a reventar. Por fuera, en realidad, estaba temblando. DĂgame usted quĂ© harĂa si un perro de verdad se le planta delante y levantando sus patas se las pone en el pecho mientras lo rasca con sus uñas afiladas. –Óyeme bien, gato recentino, si no quieres que te devoremos aquĂ mismo... El Boos acababa de levantarse del sofá de mimbre y me miraba con sus ojos grises de una tonalidad agresiva. Sin dejar de arañarme con sus uñas me advertĂa del peligro que yo corrĂa si me ponĂa a gritar. HabĂan viajado desde el planeta Fobos con el propĂłsito de tomar la tierra por asalto, y mientras se concentraban en la luna todas las tropas del Emperador Susfadacia un grupo de avanzada explorarĂa nuestro planeta. No les importaban nuestras armas sino nuestros cerebros. –Nos interesa saber quĂ© piensan ustedes, cĂłmo usan las ideas que se les ocurren. En otras circunstancias me hubiese reĂdo. –¿Y por quĂ© la han cogido conmigo, que no soy más que un bebedor de cerveza? La pregunta casi llevaba las lágrimas dentro de sus palabras. El Boos señalĂł hacia el chino feo y Ă©ste volviĂł a acercárseme. –No estarás solo. Era absurdo lo que estaba escuchando. Yo siempre habĂa sido un solitario, a pesar de que me juntaba con todos los bebedores del pueblo. El Chen quizás serĂa mi Ăşnico amigo, aunque yo siempre trataba de robarle cuando juntábamos el dinero de todos para comprarnos unos pitos de marihuana o una botella de alcohol casero. El Chen me defendĂa cuando los demás querĂan abusar de mĂ porque mis brazos lisiados no me dejaban pelear. El chino feo no habĂa dejado de hablar. Yo no estarĂa solo, sino acompañarĂa por las calles del pueblo a gente como el Chen, Mano Suave y Bola de Churre. AndarĂamos en manadas, como perros hambrientos, y les traerĂamos la carroña con que se alimentaban ellos. Necesitaban mucho azufre y sales nitrosas para conservar la energĂa, y segĂşn habĂan estudiado sus cientĂficos en nuestros basureros se producĂan estas sustancias en tan grandes cantidades que podrĂan sobrevivir más de un año. El Boos intervenĂa de vez en cuando para explicarme cuestiones más fáciles de entender por mĂ. Ellos no sĂłlo disponĂan de sus pistolas desintegradoras, sino tambiĂ©n de los controladores del cerebro. A partir de ahora, a cada uno de nosotros nos injertarĂan un pequeño aparatico detrás de una oreja y por ahĂ se filtrarĂan nuestros pensamientos que irĂan a parar directamente a una máquina parecida a una caja de zapatos. El Boos me retĂł a que pensara cualquier basura. “Ni que yo fuera comegiña”, pensĂ©. –¿QuĂ© significa en vuestro idioma la palabra comegiña? La caja de zapatos, que en realidad no lo era, tenĂa una pantalla como la de un televisor y hablaba palabras incomprensibles para mĂ. –AsĂ que estás pensando escapar y avisar a la policĂa, Âżno? El Boos le ordenĂł a los que descansaban en el suelo que me sujetaran con firmeza. HedĂan a azufre y a orine de caballos. Tuve mi primer desmayo y sentĂ que me trasteaban detrás de una oreja. Cuando recobrĂ© el conocimiento pensaba en salir a la caza de un hueso que habĂa visto tirado en uno de los latones de basura. –Te pareces a nosotros, con la Ăşnica diferencia que ya los pensamientos no te pertenecen. Ahora yo pensaba en el Boos, en no levantarme de las cuatro patas y salir corriendo en busca de un hueso. Me sentĂa como un perro. TODOS ESTOS AĂ‘OS HE ESTADO PENSANDO. DespuĂ©s de mucho merodear por las calles, alguien me metiĂł en una jaula a empujones mientras me golpeaba con una especie de escoba y me gritaba ofensas. Luego nos trasladaron en vagones de ferrocarril, metidos dentro de jaulas donde podĂa leerse EXPOSICIĂ“N CANINA. DormĂ un sueño apacible durante el viaje y al despertar, manos de uñas afiladas trasladaron las jaulas hacia los camiones. El proceso de selecciĂłn me parecĂa estĂşpido. –A los rayados en negro los envĂan al reparto Santos Suárez. –Los de color blanco pertenecen a La VĂbora. –Los peludos, aunque sean satos, los envĂan a El Vedado. Cuando llegaron a mĂ, el chino feo se me quedĂł mirando a los ojos. Los suyos reflejaban los mĂos, redondos y sin cejas. –Este es el mĂo. –Señor Boos alt deman, no creo que llegue a ser un pura raza. –Lo estoy tratando con mi pantalla celular desde nuestra llegada a la tierra. Si bien no tiene pedigrĂ, es fiero. Lo Ăşnico que me interesa es la protecciĂłn de mi familia. ViajĂ© durante poco menos de media hora por una ciudad bulliciosa, extraña para mĂ. El humo de los vehĂculos se me metĂa por la nariz y cuando intentĂ© cubrĂrmela con una mano, descubrĂ la verdad de una manera más completa: ahora mi mano se habĂa convertido en una garra de cinco dedos con uñas afiladas. En los dĂas siguientes, tratĂ© de aceptar lo que veĂan mis ojos redondos y lo que escuchaban mis orejas recortadas. El hombre no tan joven que trabajaba en los jardines cuando veĂa salir al señor Boos alt deman en el Sedán gris metálico se quedaba observándolo. Una mañana quizás la tristeza fue demasiada para ese hombre de ropas elastizadas con una jota en el medio del pecho y mientras vaciaba la comida en mi plato, dijo: –Quizás tĂş no sepas, Demar, que ese automĂłvil era mĂo. SĂ, no te asombres. Yo vivĂa en esta casa rodeada de jardines y protegida por esta misma cerca de alambres trenzados. Cada mañana, un chofer venĂa a recogerme en otro automĂłvil y desde que yo llegaba al edificio donde trabajaba, todos trataban de entrar a mi oficina. Yo llamaba a mis secretarias, a mis asesores, a mis jefes de despacho, y les decĂa hagan esto y allá iban ellos a hacerlo. Ahora mi esposa es la cocinera de estos malditos. El hombre suspirĂł y se fue retirando con sus pasos cansados, yo dirĂa que iba llorando. Mientras tanto, acabĂ© de comerme todo lo que Ă©l me habĂa traĂdo porque se trataba de algo bien exquisito, algo que yo jamás comĂ mientras vivĂa en el barrio de los Melones. Cuando terminĂ©, le gruñà altanero a Bola de Churre, a quien tenĂan amarrado con una cadena porque acostumbraba a agredir a los que se encimaban a la cerca. A mĂ, en cambio, me dejaban vagar por los jardines, porque sĂłlo atacaba cuando alguien intentaba cruzar la cerca, como una noche que sorprendĂ a dos tipos vestidos con sucias camisas de caqui y pantalones remendados al nivel de las rodillas. Jamás he vuelto a saber del Chen ni de Mano Suave y a Bola de Churre lo veo desde la cerca de alambres que separa las residencias donde vivimos. Somos Doberman, pura raza, y nos miramos el uno al otro con deseos de atacarnos pero sabemos que estamos allĂ para cuidar a nuestros dueños. Solamente. AndrĂ©s Casanova: Las Tunas, Cuba, 1949. Narrador, poeta y crĂtico literario. Escritor de libretos radiales. Miembro de la UniĂłn de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha publicado las siguientes novelas : Hoy es lunes (Letras Cubanas, Cuba, 1995); Tormenta tropical de verano (Sanlope, Cuba, 2000 y Coyoacán, MĂ©xico, 2003); Las trágicas pasiones de Cándida Moreno ( Sanlope, Cuba, 2001); La jaula de los goces (Editorial Oriente, Cuba, 2001); Las nubes de algodĂłn (Sanlope, Cuba, 2005), La fiebre del atĂşn (Editorial Oriente, Cuba, 2005) y No somos aquellos niños (Sanlope, Cuba, 2007).
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