El cielo se vistió con su manto gris, se obstaculizó la luz del mundo, una sombra monstruosa se proyectó sobre la tierra, cubrió las montañas, el valle, todo, hasta el alcance de mi vista y más allá del horizonte.

La tierra descansaba su piel bajo la sombra que ocultaba el sol de casi media tarde, candente a pesar de todo.

Se paralizó todo, bajo aquel enorme monstruo que amenazaba con engullir toda luz, toda razón y lo llenaba todo de temor.

Lloraron las nubes, derramaron en gotas el lago de lágrimas de su constitución, reía la tierra y bebía el lamento de los de arriba.

Se postraron los árboles, bajaron su copa en señal de gratitud al cielo, se entristecieron y acompañaron a las nubes en su llanto dejando resbalar por su piel las gotas de lluvia que constantemente caían sobre todo lo que había en la parte baja de la tierra.

Y encima había calor, fuerte calor, mientras todavía lloraba abajo sobre la tierra. El llanto llegaba a las heridas naturales del suelo, corría, la tierra bebía y reía: saciaba su sed y su vellosidad la protegía.

El tiempo pasaba dejando a todos aburridos, se descargó el lago triste de las nubes y con él sólo quedaban unos copos grises que se estancaron gastados. Nació de nuevo el sol, de la tierra renacía la felicidad.