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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-11-04 | [This text should be read in espanol] |
Desasosiego.© MarÃa Eugenia Caseiro
Las horas caen en silencio, sobre el paÃs en que la noche traza sus listones. Desde el temor antiguo que impera en las fachadas, tiembla el desasosiego hasta la ojiva granate que toma la ciudad; la envuelve luego de un gris apacible con lámparas de luces mortecinas, aves nocturnas, resurrecciones, y cazadores de sueños. Los paseantes se recogen bajo las tapas de sus libros, donde únicamente pueden ser descubiertos por algunos insomnes, o por intrusos de manos sonámbulas que desandan pasillos para beber de otra fuente. Los murciélagos de oscuro ceniciento, salen de la mazmorra; sacan a paseo sus pequeños con inmensa ternura. Rastrean el olor del mango y liban de la pulpa en su costado más dulce. Comienza la danza de los que viven en reposo el dÃa… y las tijeras, las tacitas de café, los herrajes, los sillones, y los sacapuntas, abren las gargantas de la noche, los oÃdos de la noche, las esferas de la noche. Las cucarachas asoman con sus trajes de baile; algunas buscan una gota de miel o un pedazo de pan con frÃo regocijo; otras acechan, terriblemente hermosas, el feliz pasaje de la causalidad. Nunca se supo cómo, cuándo, dónde, detenerlas. Bailaban encima de las mesitas, sobre los adornos, por las paredes…, como párvulas recién graduadas en delirio de togas y birretes. En los pardos, en los marrones, en las testas coronadas con ambarino linaje de tenazas, cabalgaban la noche pasando de un tono a otro para no repetirse, para dejar sus huellas en la esfera del reloj, el las sendas tantas veces transitadas por sus precursores. No claudicar sobre un tablero de parchÃs fue la consigna; esperar el momento en que la abuela, con esa paciencia que transcurre sin tocar el tornillo maestro del alma de las cosas, yerra el hachazo para que no caiga desde el sueño la cabeza cercenada. La luna, espectro de difÃcil sombra, marca el plazo del golpe, del aullido que nos cambia de alma, para caminarnos sobre el hielo de su anverso hasta encontrar la rueca, o el ojo inmaculado en que cualquier hilván nos aprisione.
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