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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2012-03-22 | [This text should be read in espanol] | El miércoles 31 de enero de 1979 una fotografía dio la vuelta al mundo: tocado con un casco siderúrgico, incluidos lentes de cobalto, Karol Wojtyla se convertía en el Papa obrero. El heredero de un pescador se identificaba con los trabajadores industriales del mundo desde un puente en una ciudad del norte de México. Hay en esa foto una suerte de homenaje por partida doble a la lucha de Solidaridad: un pontífice polaco y un obrero de su iglesia. Fue el toque maestro de la primera visita papal a México, un recorrido preñado de simbolismos que marcó un hito en la mercurial relación entre el Estado mexicano y la iglesia católica. Hay una relación causal entre la presencia de Juan Pablo II en nuestro país y la reforma constitucional de 1993 que daría un giro de 180 grados a las relaciones con el Estado vaticano. En aquel año hubo especulaciones encontradas sobre este gesto del Papa que no estaba en el programa y que nadie esperaba. Por diversas vías supe de versiones que lo hacían una estratagema calculada, una suerte de provocación al gobierno de López Portillo desde la sede de sector empresarial más compacto, más combativo y más antipriista del país, dolido aún por el asesinato de Eugenio garza Sada, del que muchos responsabilizaban al anterior gobierno de Luis Echeverría. Otras sostenían que había sido maniobra del gobierno dirigida al conservador grupo industrial regio, operada desde la Fundidora Monterrey, siderúrgica recién rescatada por el Estado y sede de la Sección 67 del Sindicato Minero, la caballería ligera del radicalismo rojo según los mismo ideólogos que denunciaron al lopezportillismo en el caso Garza Sada. Ahora que en unas horas se inicia la quinta visita papal a México en 33 años, puedo dar a conocer la verdadera historia de aquella fotografía: fue un hecho sí deliberado, pero sin aquellas connotaciones: el casco y los lentes eran míos. Yo mandé ponérselos a Juan Pablo. Para los jóvenes que no saben de qué hablo, incluyo la foto tomada en el Puente de San Luisito sobre el río Santa Catarina en Monterrey -desde entonces “puente del Papa”- al atardecer del miércoles 31 de enero de 1979. Primero un antecedente para dar contexto: aquel invierno yo no llegaba a los 30 y era gerente de relaciones públicas de Fundidora Monterrey, primera planta siderúrgica en América al sur del Misisipi. Llegué a la Sultana para construir un programa de relaciones públicas internas en la Fundidora, empresa octogenaria que era por una parte el símbolo de la construcción del México moderno y por otra la alegoría de la descomposición de un sector empresarial. El problema de comunicación que me encontré al interior de la industria era brutal: sindicato y directivos no se hablaban más que para mentarse la madre, y eso únicamente durante las revisiones de contrato colectivo. El programa de trabajo que presenté era radical. Hoy le llamaríamos “recuperar la agenda”. En aquel tiempo era llenar los espacios vacíos. Se organizó un programa de acciones dirigido al grupo mayoritario, el que veía con desconfianza a la politizada dirigencia sindical pero tampoco creía en una administración a la que responsabilizaba de yerros que tenían a Fundidora al borde de la quiebra. Con Jorge Castillo y Gregorio Sosa al frente de un equipo de jóvenes regiomontanos, echamos mano de todas las herramientas de la comunicación disponibles en la era pre redes sociales. Me inspiré en la comunicación política del cardenismo (que desde entonces estudiaba y que años después sería la materia de mi tesis doctoral): grupos de teatro, estudiantinas, orquestas, clubes deportivos, revistas musicales, concursos de carteles y de cuentos y un periódico, El Difundidor, que era más radical que las publicaciones de la Sección 67 y que enfurecía por igual a los amados líderes sindicales como a los amados líderes de cuello blanco. Todavía hoy me pregunto por qué no me despidieron los ayatolas administrativos o por qué no fui enchapopotado y emplumado por los reyes de la productividad. Un poderoso mecanismo de comunicación fue a través de la escuela primaria “Adolfo Prieto”, sostenida por la empresa y de enorme prestigio como escuelas piloto en el país. Los alumnos pudieron conocer de cerca las condiciones laborales de sus padres y promovimos que fueran el eslabón entre el trabajo y el hogar. Por primera vez miles de trabajadores tuvieron el orgullo de que sus hijos comprendieran el sentido profundo del trabajo individual en términos de la construcción de un país. En el contexto del sector empresarial local no éramos bien vistos. A mis homólogos de relaciones públicas se les ponían los pelos de punta cuando El Difundidor daba antes que nadie la noticia de un paro, de una huelga, de un desmán al interior de la planta. Y si a la Sección 67 la tildaban de roja y enemiga de clase, yo pronto fui cliente favorito de las columnas políticas locales por chilango, por populista y por rojillo. Ahí me acabé de convencer de que nunca brillaría en sociedad. Y entonces se anunció la visita de Juan Pablo a México… y a la ciudad de Monterrey. Los empresarios y las autoridades eclesiásticas formaron un comité de trabajo para organizar los fastos con que se recibiría al vicario de Cristo, el heredero de Pedro el pescador. Yo, guadalupano que soy, rápidamente ofrecí toda la colaboración de Fundidora. Se imaginará el lector cuál fue la respuesta del comité y en qué tono. Pero desde mi óptica era claro que esa visita debía tener una consecuencia directa al interior de Fundidora, y no quedarse en lo abstracto de una bendición urbi et orbi a una masa de fieles sin nombre y apellido. El reto era inducir en el imaginario colectivo la idea de que el Papa había reconocido a los trabajadores de una empresa peculiar y emblemática en todo el territorio nacional. Los que conocieron esta idea confirmaron la sospecha de que yo era un tipo medio lunático… si no es que completamente deschavetado. Así las cosas, se supo que un grupo de obreros católicos saludaría al Papa a nombre de los trabajadores. Entre ellos estaba un jubilado de la Fundidora, don Enrique Aguinaga Saucedo. Vi una ventana de oportunidad. Mandé por don Enrique, un hombre delgado, de pelo blanco y talante afable, que desprendía cierta luminosidad. Con sencillez y sin recovecos me platicó cómo había sido propuesto al grupo por su párroco y cómo lo habían seleccionado en el Arzobispado. También me informó que se habían establecido ciertas reglas, entre ellas la principalísima de que el grupo representaba al conjunto obrero y no a una industria en particular. Le pregunté si iría ataviado con su ropa de trabajo (había sido, creo, fogonero). No. Todo su equipo se recogió cuando fue jubilado. Inquirí si las reglas prohibían presentarse ante el Papa con botas, chamarra y overol. No. En eso no había problema. Sugerí que le podríamos proporcionar esa indumentaria. Abrió un poco los ojos y no habló, pero era evidente que me pensaba un inocente, o un forastero ignorante de los usos y costumbres en La Maestranza, como se conocía a la planta. Aquella tarde platicamos más de dos horas. Equipé a don Enrique con botas, chamarra de planta, pantalón y camisola de caqui, guantes de carnaza y otros objetos, y me aseguré que les cosieran, imprimieran o dibujaran el sello de la empresa lo más visible y en todos los lugares posibles. Estuvimos de acuerdo en que al presentarse ante el Santo Padre en su pensamiento sólo estaría su familia… y la Fundidora. Y entonces le di mi casco y mis lentes (en otro texto consigno los detalles de esa parte de la conversación). Y al cabo de muchas y variadas consideraciones, don Enrique se convenció de que sería una enorme satisfacción personal y un bien social, el que en el momento preciso le colocara al Papa el casco de la Fundidora. Se fue con esa misión, cierto de que no violaría ninguna regla, pero que tampoco pediría permiso a los organizadores. El atardecer de la visita me instalé a ver la ceremonia desde el balcón del penthouse del Condominio Acero -propiedad de la Fundidora situado enfrente del Puente San Luisito- en compañía de mis compañeros jacobinos de la empresa y del sindicato en quienes había nacido un interés sociológico y antropológico, “te juro que nada religioso” por la visita. Llegó el momento del saludo obrero. Uno a uno avanzaron los agraciados, hincándose ante el Pontífice para recibir la bendición. Don Enrique fue el último, si mal no recuerdo. Al incorporarse, no avanzó tras sus compañeros. Su mano derecha se introdujo bajo la pesada chamarra y catorce pisos arriba sentí la ola de tensión que recorrió a los miembros del estado mayor que estaban a unos metros. Apareció la mano con un paliacate. Don Enrique se quitó el casco. Con parsimonia limpió el interior mientras el Papa lo mirada con azoro, y ¡zaz!, se lo colocó sin que éste metiera las manos. Entonces se armó la barahúnda. Un aullido de placer salió de las miles de gargantas reunidas en el lecho del río y se escuchó hasta el Santuario de Guadalupe. El maestro de ceremonias perdió totalmente el control (y olvidó sus instrucciones, je, je). Clamó, se desgañitó: “¡¡¡Un obreeero de Fuuundidora Monterreeey ha colocado su casco al Saaanto Paaadre!!!” Así se captó la imagen del Papa obrero que recorrió el mundo. Esta es la verdadera historia del casco de Juan Pablo II. Hoy me gusta compartirla con mis alumnos de comunicación política y propaganda y pensé que a los lectores de JdO les sería de interés. Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla. 21/3/12 @sanchezdearmas www.sanchez-dearmas.blogspot.com Si desea recibir Juego de ojos en su correo, envíe un mensaje a: [email protected] |
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