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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2015-01-07 | [This text should be read in espanol] |
¿Desde cuándo el mundo necesitó sillas? ¿O mesas y paredes? ¿O ceniceros y tacitas de porcelana gastada?
Hacía largo rato que trataba de hacerme ver por el mozo, pero parece que algunas personas tendemos hacia la invisibilidad. El sujeto estaba sumamente ocupado desvalijando a una muchacha algo melancólica de sus sillas. De hecho sus carpetas, el bolso, algunas biromes, marcadores y una chamarra terminaron en un rinconcito sobre el piso. Los cafés solían ser, en otras épocas, el lugar ideal para personas solitarias como ella. Un sitio donde se podía pasar horas pensando en cómo resolver los problemas del mundo a través de la dialéctica conducente, discutir sobre las virtudes del último disco de Frank Zappa, el mensaje subliminal en Luz de invierno de Bergman o el análisis meticuloso de la bitácora de Rayuela. Ahora la muchachada a su alrededor estaba en otra frecuencia de onda. Todos amontonados en una mesa enviando mensajes de texto en forma frenética o jugando Candy Crush sin reparar siquiera en quien estaba a su lado. —“La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada” —era parte de un parlamento del Macbeth de William Shakespeare, una obra teatral del 1600 que se me antojaba recién escrita ayer. La única persona en todo el bar que no pertenecía a esa clase linaje furibundo y ruidoso acaba de ser despojada de su última silla. Parecía algo anacrónica con su mirada pensativa perdida vaya a saberse en que territorios lejanos. Por mi parte, en cierta época, tenía la facilidad de recorrer con el pensamiento, en minutos, desde el Japón feudal, pasando por el desierto de los tártaros hasta el Máshreq. ¿Por dónde andaría aquella muchachita? Parece que estaba equivocado. Otra persona estaba ajena a aquel maremágnum de relaciones digitales y regatón estridente. Una niñita buscaba por debajo de las mesas las huellas de alguna bestia medieval o una pieza de su Lego. Siempre me he preguntado porque en estos bares postmodernos está prendido el plasma sin sonido y la música a niveles de sordera inminente. La furia, el ruido y la nada. Tal vez la necesidad de llenar con ruido el vacío existencial. La muchacha ahora estaba parada con la tacita en la mano, sin mesa, apoyando el vaso de jugo, las galletitas y el vaso de agua en el alfeizar de la ventana. Parece que la persona que espera no llegará. Parece que el individuo que espera hace rato que se fue sin despedirse. Parece que el tipo que está con ella es invisible. Parece que los dos se han vuelto invisibles. Llega un muchacho con una perrita. No lo dejan entrar. Se retira. Las palabras sin sentido giran sin ton ni son. —Señor, ¿no vio un dragón por aquí? —No linda —sonreí condescendiente—, pero me parece que vi un unicornio azul escapando por debajo de aquella mesa. La nena miró con un gesto que podía significar incredulidad o misericordia ante mi ignorancia. Luego se marchó gateando hasta donde estaba la parejita despareja despojada de su último despojo de amor. Estaban aún parados con las tazas en las manos mirando sin mirarse. Recordé un fragmento del Bolero de Julio Cortázar: —“La lenta máquina del desamor/ los engranajes del reflujo/ los cuerpos que abandonan las almohadas/ las sábanas, los besos… y de pie ante el espejo interrogándose/ cada uno a sí mismo/ ya no mirándose entre ellos/ ya no desnudos para el otro/ ya no te amo, mi amor.” Los veo como me veía yo hace siglos. Despojado de las sillas, las mesas, las ventanas, las paredes, la lluvia de abril, el aroma de las tostadas sobre un amanecer de domingo, la sal de su piel de almíbar, la resolana otoñal resbalando través de los postigos hasta la cama, las palabras, las miradas, los silencios… —"Al Don, al Don, al Don pirulero/cada cual, cada cual que entienda este juego" La vida algunas veces se parece a un inocente juego infantil. El juego de la silla en el que se corre el riesgo de quedar de pie, con la tacita en la mano, viendo con melancolía como juegan los demás. —“Pido gancho, el que me toca es un chancho”. |
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