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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-09-27 | [This text should be read in espanol] | Submited by Daniel Nuñez del Prado Justo La celda tenÃa paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacÃa y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba habÃa encanecido en unos meses. Su ropa parecÃa demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentÃa que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahÃ, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comÃa el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumÃa la carne, bebÃa la sangre, apagaba la vida. ¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivÃa detrás de esa frente, que fruncÃa con profundas arrugas, siempre en movimiento? El médico me dijo: -Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espÃritu y en el que, por asà decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento. Seguà al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado. -Léalo -dijo-, y deme su opinión. He aquà lo que contenÃa el cuaderno: «Hasta los treinta y dos años vivà tranquilo, sin amor. La vida me parecÃa sencillÃsima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas cosas que no podÃa sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo vivir! Me despertaba feliz cada dÃa, dispuesto a hacer las cosas que me gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un mañana y un futuro sin preocupaciones. «HabÃa tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la posesión. Es estupendo vivir asÃ. Es mejor amar, pero es terrible. Los que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada, aunque quizás menor que la mÃa, porque el amor vino a mà de una manera increÃble. «Como era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo pensaba en las manos desconocidas que habÃan palpado esas cosas, en los ojos que las habÃan admirado, en los corazones que las habÃan querido, ¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecÃa durante horas y horas mirando un pequeño reloj del siglo pasado. Era una preciosidad, con su esmalte y su oro cincelado. Y seguÃa funcionando como el dÃa en que lo compró una mujer, encantada de poseer esa fina joya. No habÃa dejado de latir, de vivir su vida mecánica, y seguÃa siempre con su tictac regular, desde una época pasada. «¿Quién serÃa la primera en llevarlo sobre su pecho, entre los tejidos tibios, mientras el corazón del reloj latÃa junto a su corazón de mujer? ¿Qué mano lo habrÃa tenido entre la punta de los dedos cálidos, mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando luego los pastores de porcelana empañados un segundo por el trasudor de la piel? ¿Qué ojos habrÃan acechado en la esfera florida la hora esperada, la hora querida, la hora divina? «¡Cómo me habrÃa gustado ver, conocer a aquella mujer que habÃa elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseÃdo por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas aquellas que han amado! La historia de los cariños pasados me llena el corazón de pesar. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes caricias, las esperanzas! ¿No deberÃa ser eterno todo esto? «¡Cuánto he llorado, durante noches enteras, pensando en las pobres mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos brazos se abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va de boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo recogen, lo dan y mueren! «El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y me quita segundo tras segundo un poco de mà para la nada de mañana. Y no volveré a vivir nunca más. «Adiós, mujeres de ayer. Las amo. «Pero no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que yo esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increÃbles. «Una mañana soleada iba vagabundeando por ParÃs, con el alma alegre y el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble italiano del siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuà a un artista veneciano llamado Vitelli, muy famoso en su época. «Y seguà mi camino. «¿Por qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta fuerza, haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de nuevo y sentà que me tentaba. «La tentación es algo tan singular... Miramos un objeto y éste, poco a poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo harÃa un rostro de mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de su forma, de su color, de su fisonomÃa de cosa; y ya lo amamos, lo deseamos, lo queremos. Una necesidad de posesión nos invade, una necesidad débil al principio, como tÃmida, pero que crece, se hace violenta, irresistible. «Y los comerciantes parecen adivinar en la llama de la mirada ese deseo secreto y creciente. «Compré el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a casa, poniéndolo en mi habitación. «¡Oh, cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel entre el coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en cualquier momento, piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo que haga. Su recuerdo vivo lo sigue en la calle, por el mundo, en todos los lados; y cuando vuelve a casa, antes incluso de quitarse los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con una ternura de amante. «Realmente, durante ocho dÃas adoré ese mueble. AbrÃa en todo momento sus puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de todos los placeres Ãntimos de la posesión. «Pero una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me di cuenta de que debÃa de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón se aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a descubrirlo. «Lo conseguà al dÃa siguiente, al introducir la hoja de una navaja en una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibÃ, extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera de mujer. «SÃ, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios, casi pelirrojos, que debÃan de haber sido cortados junto a la piel y estaban atados por una cuerda de oro. «¡Me quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi insensible, tan antiguo que parecÃa ser el alma de un olor, se escapaba del misterioso cajón y de la sorprendente reliquia. «La cogÃ, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su escondite. Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó hasta el suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de fuego de un cometa. «Una extraña emoción se apoderó de mÃ. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué habÃan ocultado esos cabellos en el mueble? ¿Qué aventura, qué drama escondÃa ese recuerdo? «¿Quién los habÃa cortado? ¿Un amante en un dÃa de despedida? ¿Un marido en un dÃa de venganza? ¿O la que los habÃa llevado en su frente en un dÃa de desesperación? «¿Fue antes de entrar en un convento cuando se arrojó ahà esa fortuna de amor, como una prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue en el momento de cerrar la tumba de la joven y hermosa muerta cuando quien la adoraba se habÃa quedado el cabello que embellecÃa su cabeza, lo único que podÃa conservar de ella, la única parte viva de su carne que no podÃa pudrirse, la única que podÃa amar todavÃa y acariciar y besar en sus momentos de rabia y de dolor? «¿No resultaba extraño que esa cabellera hubiera permanecido incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del cuerpo del que habÃa nacido? «FluÃa entre mis dedos, me hacÃa cosquillas en la piel con una caricia singular, una caricia de muerta. Me sentÃa conmovido, como si fuera a llorar. «La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que se movÃa como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella. Entonces la volvà a poner sobre el terciopelo deslustrado por el tiempo, cerré el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles para soñar. «Caminaba siempre de frente, preso de tristeza, y también de desconcierto, de ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un beso de amor. Me parecÃa que ya habÃa vivido antaño, que debÃa de haber conocido a aquella mujer «Y los versos de Villon subieron a mis labios como lo harÃa un sollozo DÃganme dónde, en qué paÃs está Flora, la bella romana Archipiade y TaÃs que fue su prima hermana. Eco, voz que lleva la fama bajo rÃo o bajo estanque; cuya belleza fue más que humana. Mas, ¿dónde están las nieves de antaño? ....................................... La reina Blanca como un lis que cantaba con voz de sirena, Berta la del gran pie, Beatriz, Alix y Haremburgis, que obtuvo el Maine, y Juana, la buena lorena que los ingleses quemaran en Ruán... ¿Dónde están, Virgen soberana? Mas ¿dónde están las nieves de antaño! «Cuando regresé a casa, sentà un deseo irresistible de volver a ver mi extraño hallazgo; y lo cogà de nuevo, y sentÃ, al tocarlo, un largo escalofrÃo que me recorrÃa el cuerpo. «Durante unos dÃas, sin embargo, permanecà en mi estado habitual, aunque ya no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera. «En cuanto volvÃa a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba la vuelta a la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir la puerta de nuestra amada, ya que sentÃa en las manos y en el corazón una necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis dedos en aquel arroyo encantador de cabellos muertos. «Luego, cuando habÃa acabado de acariciarla, cuando habÃa cerrado de nuevo el mueble, seguÃa sintiéndola allà como si fuera un ser viviente, escondido, prisionero; y la sentÃa y la deseaba otra vez; tenÃa de nuevo la necesidad imperiosa de volver a cogerla, de palparla, de excitarme hasta el malestar con aquel contacto frÃo, escurridizo, irritante, enloquecedor, delicioso. «Vivà asà un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor, como después de las confesiones que preceden al abrazo. «Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor de mi rostro, la bebÃa, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el fin de ver el dÃa rubio a través de ella. «¡La amaba! SÃ, la amaba. Ya no podÃa pasar sin ella, ni estar una hora sin volver a verla. «Y esperaba... esperaba... ¿qué? No lo sabÃa. La esperaba a ella. «Una noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que no me encontraba solo en mi habitación. «Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y como me agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada. ¿Regresan los muertos? Los besos con los que la excitaba me hacÃan desfallecer de felicidad; y me la llevé a mi cama, y me acosté, oprimiéndola contra mis labios, como una amante a la que se va a poseer. «¡Los muertos regresan! Ella vino. SÃ, la he visto, la he tenido entre mis brazos, la he poseÃdo, tal como era cuando estaba viva antaño, alta, rubia, exuberante, los senos frÃos, la cadera en forma de lira; y he recorrido con mis caricias esa lÃnea ondeante y divina que va desde la garganta hasta los pies siguiendo todas las curvas de la carne. «SÃ, la he tenido, todos los dÃas y todas las noches. Ha vuelto, la Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida, todas las noches. «Mi felicidad fue tan grande que no pude esconderla. Junto a ella experimentaba un arrobamiento sobrehumano, ¡la alegrÃa profunda, inexplicable de poseer lo Inasequible, lo Invisible, la Muerta! ¡Ningún amante ha disfrutado nunca de gozos más ardientes, más terribles! «No supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no querÃa estar sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba por la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en palcos con rejas, como si fuera mi amante... Pero la vieron... adivinaron... me la quitaron... Y me han metido en la cárcel, como un malhechor. Me la quitaron... ¡Oh! ¡Miseria!...« El manuscrito se detenÃa ahÃ. Y de pronto, mientras dirigÃa una mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido de furor impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio. -Escúchelo -dijo el doctor-. Hay que duchar cinco veces al dÃa a ese loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las muertas. Balbuceé, emocionado de asombro, horror y piedad: -Pero... esa cabellera... ¿existe realmente? El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una larga centella de cabellos rubios que voló hacia mà como un pájaro de oro. Me estremecà al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero. Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crÃmenes, de deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso. El médico prosiguió encogiéndose de hombros: -La mente del hombre es capaz de cualquier cosa. |
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