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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2004-12-30 | [This text should be read in espanol] |
REVOLUCIONES 1
Un chiquitín, apenas dos días después de su primer cumpleaños, juega feliz con casquillos de bala que soldados insurgentes han dejado atrás después de disparar contra las tropas leales al régimen que defienden el palacio presencial, y que su padre, enviado a la calle por leche durante una calma de la balacera, ha recogido para él. O así papi contaba el cuento. Dieciocho de octubre de 1945, caída del presidente Isaías Medina Angarita. Crecer en Venezuela durante este tiempo significaba vivir con el miedo y la certeza de insurrecciones militares y civiles. 24 de noviembre de 1948: caída del presidente Rómulo Gallegos, apenas diez meses en el poder. No en balde mami vivía obsesionada con eso de tener provisiones de más para emergencias. En todas las casas y apartamentos que ocupamos de 1945 a 1960 hubo una despensa llena de cajas de comida para bebés Gerber, nuestra favorita leche en polvo Klim; un exótico jamón de pote llamado Spam y el más común endiablado Underwood, sopas Campbell, galletas saladas Nabisco, vegetales Del Monte (mi madre no patrocinaba el enlatado local), Ovaltina suiza, mantequilla danesa en tarritos anaranjados, café, arroz, azúcar, harina y toda clase de habichuelas y granos almacenados en grandes latas vacías de manteca “El cochinito.” También le obsesionaba a mami el que no hiciéramos comentarios sobre eventos que no nos concernían, siendo como éramos extranjeros en una tierra extraña. A los venezolanos no les hacia gracia alguna que los inmigrantes expresaran opiniones sobre sus escarceos políticos. Esto incluía a mi hermanita de ocho años, quien ya le había recordado más de una vez a sus padres y a su hermano que ella era la única que tenia derecho a tales opiniones por haber nacido en el país. Diez de noviembre de 1950: raptan y asesinan al General Carlos Delgado Chalbaud, carismático y apuesto líder del triunvirato que asumió el poder después de la caída de Gallegos. Encuentran su cuerpo en el maletero de un auto, se rumora que con los genitales estofados en la boca. 1952: Marcos Pérez Jiménez, su presunto asesino y segundo en rango, asume el poder. Mi hermanita de once años ya en 1957 participa en marchas políticas contra la dictadura militar mientras que yo, de trece años y fuera de la escuela por una misteriosa dolencia, me ocupo de las tareas domesticas y cocino para mis padres, tan sufridos, tan trabajadores, ya no tan-cómoda clase media. REVOLUCIONES DOS A 1ro de enero de 1958: el presidente Pérez Jiménez asiste a un solemne Te Deum en Catedral, justo al frente de la plaza Bolívar. A mami se le antoja que tenemos que ir. Mala movida La familia se viste con sus mejores galas. Trajes de casimir y zapatos de gamuza hechos a mano, corbatas de seda italiana, gemelos de oro cochano y un toque discreto de Imperial de Guerlain para mi padre y para mí. Mamá, una soberbia costurera, ha confeccionado vestidos en telas exóticas a la última moda italiana—el “trapecio,” el “globo”-- para mi hermana y ella, complementados por joyería de perlas y oro venezolano, unas cuantas gotas de Mitsouko para ella y de Muget des Bois para la niña. El ruido de aviones sobrevolando muy bajo interrumpe la ceremonia a medio concluir. Un ruido más siniestro. ¡Los aviones están ametrallando la catedral! La multitud en la iglesia, llena de pánico, corre hacia fuera, donde los soldados destacados para protección del presidente ya disparan contra un enemigo casi invisible. Al salir, nos empujan sin miramientos al pavimento. Al piso van a parar todos, dignatarios en levitas de cola, damas de alta sociedad en trajes largos y tiaras de diamantes, ahora pegados como lapas a las aceras y calles mientras se ladran toda clase de ordenes por encima de ellos. Hay un terror y una confusión generales. Papi se atreve a preguntarle a un milico qué ha pasado. ¡La guarnición aérea en Maracay se ha sublevado contra el presidente, han venido a bombardear Caracas! Se hace un alto y nos ordenan levantarnos y salir corriendo tan rápido y tan lejos de la iglesia como podamos. Nuestro auto está estacionado en un garaje subterráneo a unas pocas cuadras. Mientras corremos no puedo menos de observar cuán ridícula se ve mamá ahora, con su flamante abrigo nuevo sucio y mal acomodado, el moño fuera de sitio, las sandalias italianas de tacón alto sin tirantes chancleteando estúpidamente sobre los baldoquines. Pero nadie luce mejor que ella. Al llegar al garaje esperamos hasta que los soldados nos dan la señal de que no hay moros en la costa, mamá llena el auto hasta reventar con otros pasajeros y sale con el acelerador a fondo, parando sólo una vez para dejarlos fuera de la zona de peligro. REVOLUCIONES 3 23 de enero, 1958. Salimos ilesos del ametrallamiento en Catedral, pero nos espera lo peor. El edificio de la tan temida Seguridad Nacional, la agencia de inteligencia, torturas y asesinatos de Pérez Jiménez, queda a cuatro cuadras en la misma avenida del edificio donde rentamos la primera planta para la Academia Comercial Puerto Rico y el penthouse del séptimo piso. Ya la muchedumbre saquea el vecindario. Mi madre agarra el rosario y reza por la seguridad de su familia y su escuela. Somos especialmente vulnerables ya que, por puertorriqueños, tenemos ciudadanía norteamericana, y el sentimiento anti-gringo ha llegado a su punto más álgido. Todo el mundo sabe que el gobierno norteamericano había mantenido al dictador en el poder mientras les ayudara a contener la Amenaza Roja y les vendiera barato el petróleo. Mi padre, siempre rápido, se dispara una atrevida movida. Sin prestarle atención a las histéricas súplicas de mi madre, sale a la terraza y cuelga una gigantesca bandera puertorriqueña. La muchedumbre, reconociéndola, comienza a gritar “!Abajo el imperialismo yanqui, viva Puerto rico Libre!” mientras papi nos ordena que los saludemos frenéticamente. Un soldado toca a nuestra puerta preguntando si queremos que se destaquen hombres en nuestra terraza para protección del edificio. Suena la puerta de nuevo. Es Delia, una ex-compañera de primaria, y su madre, en pijamas. Les han destruido la casa en el Conde y no tienen a dónde ir. Nos cuentan de cómo los esbirros que no han podido salir del edificio asediado han sido atrapados y arrojados a la muchedumbre desde el techo. Mami las calma, les da de comer, les proporciona una muda de ropa y las acuesta. El cielo nocturno enrojece con la luz de incendios por toda la ciudad. Balas perdidas rebotan en las paredes de la terraza. Permanecemos acurrucados en las habitaciones interiores. Al otro día, las calles siguen llenas de soldados, pero los saqueos y los asaltos han cesado. Delia y la madre se marchan a la búsqueda de parientes. Papá también decide salir. Regresa un par de horas después, con una maleta llena de libros antiguos empastados en finísimo pergamino, ediciones de clásicos españoles. “Este tipo los había sacado de una biblioteca,” explica ufano, “y los iba a tirar a una hoguera. Le ofrecí un bolívar por tomo y me los vendió. Ahí los tienes, Alfredo. Para que te diviertas.” No los gozo por mucho tiempo. En septiembre de 1958 abandono Venezuela con destino a Puerto Rico, a terminar la secundaria interrumpida. Mi hermana me sigue un año después. Mis padres se nos unen en 1961. Venezuela pasa a ser la leyenda dorada de mi infancia. |
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